En la foto puedes ver a la bruja utilizando la melena de Rapúnzel para subir a la torre. Una técnica que no recomendamos, sobre todo a la dueña de las coletas ¿Te imaginas qué dolor? (Obtendrás más información en este reportaje de los hermanos Grimm)
Vivieron en un país lejano, hace mucho tiempo, un hombre y una mujer que anhelaban tener un hijo por encima de todo. Durante largos años habían deseado tenerlo, mas el destino no parecía favorecerles. Hasta que una bonita primavera, la mujer anunció a su marido que, por fin, sus súplicas parecían haber sido escuchadas.
Vivía la pareja en una pequeña casita próxima a un prado cercado por un alto muro con una puerta bien forjada, propiedad de una horrible bruja. Cierto día, al pasar la mujer junto a la cancela, vio las verdezuelas que crecían en el interior y tuvo un antojo:
- Esposo mío: siento que es preciso que tome verdezuelas, de lo contrario, moriré.
El hombre estaba tan enamorado de su mujer, que el menor sufrimiento de ésta le resultaba insoportable, de forma que se las ingenió para cruzar el muro del prado de la bruja sin ser descubierto, y arrancar de allí un puñado de verdezuelas para hacer en ensalada.
Todo parecía ir bien, hasta que la mujer tuvo de nuevo el antojo y su marido, volvió al prado a arrancar la planta. Así una vez y otra, hasta que la bruja le sorprendió:
- ¿Cómo osas robarme? Sólo perdonaré tu vida y la de tu mujer a cambio de la hija que está en camino.
El hombre, asustado, no vio otra alternativa y accedió. Y cuando nació la niña, después de ponerle por nombre Rapunzel, la bruja se la llevó y la encerró en una altísima e inexpugnable torre en medio del bosque. La chiquilla creció preciosa, con un largo y rubio cabello como el oro.
Todos los días, la bruja iba a visitarla, y para entrar, decía bajo la ventana.
- ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera!
Y la niña tiraba sus trenzas por la ventana para que la bruja subiera trepando por ellas. El resto del tiempo, Rapunzel cantaba en la soledad de su entancia.
Quiso la suerte que un día, un príncipe que se hallaba cazando escuchara el canto de la niña, y se quedó agazapado en las inmediaciones de la torre, extrañado de que alguien pudiera vivir allí. Al poco, vió cómo la bruja se acercaba y, después de decir:
- ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! - trepaba hasta la ventana.
Cuando se fue la bruja, el príncipe se situó debajo de la ventana exclamando:
- ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera!
Y cuando llegaron al suelo las trenzas, trepó por ellas, encontrando al final de las mismas a la bella muchacha, de la que quedó enamorado.
Noche tras noche se veían los amantes en la alta torre, mientras iban guardando hilos de seda para tejer una escala y escapar de la torre. Pero en una de sus visitas, la bruja descubrió el ardid y se enfureció:
- Rapunzel, niña hechicera, no le verás. Ni la verás tú a ella - Dijo tirando al príncipe por la ventana.
Y por arte de magia, Rapunzel se encontró de pronto en medio de un páramo que llegaba hasta el horizonte. El desafortunado príncipe, al caer, lo hizo encima de unos espinos que le hirieron los ojos, y cegado, se dedicó a vagar sin rumbo, apenas capaz de procurarse alimento ni cobijo.
Pasó el tiempo, mucho tiempo, y el príncipe estaba a punto de rendirse de desesperación cuando oyó a lo lejos una canto que le era familiar: era la voz de Rapunzel, que estaba cerca. Cuando se abrazaron, el amor de las lágrimas que vertió ella devolvió la vista al príncipe, que la llevó a su palacio y la desposó.
Vivieron en un país lejano, hace mucho tiempo, un hombre y una mujer que anhelaban tener un hijo por encima de todo. Durante largos años habían deseado tenerlo, mas el destino no parecía favorecerles. Hasta que una bonita primavera, la mujer anunció a su marido que, por fin, sus súplicas parecían haber sido escuchadas.
Vivía la pareja en una pequeña casita próxima a un prado cercado por un alto muro con una puerta bien forjada, propiedad de una horrible bruja. Cierto día, al pasar la mujer junto a la cancela, vio las verdezuelas que crecían en el interior y tuvo un antojo:
– Esposo mío: siento que es preciso que tome verdezuelas, de lo contrario, moriré.
El hombre estaba tan enamorado de su mujer, que el menor sufrimiento de ésta le resultaba insoportable, de forma que se las ingenió para cruzar el muro del prado de la bruja sin ser descubierto, y arrancar de allí un puñado de verdezuelas para hacer en ensalada.
Todo parecía ir bien, hasta que la mujer tuvo de nuevo el antojo y su marido, volvió al prado a arrancar la planta. Así una vez y otra, hasta que la bruja le sorprendió:
– ¿Cómo osas robarme? Sólo perdonaré tu vida y la de tu mujer a cambio de la hija que está en camino.
El hombre, asustado, no vio otra alternativa y accedió. Y cuando nació la niña, después de ponerle por nombre Rapunzel, la bruja se la llevó y la encerró en una altísima e inexpugnable torre en medio del bosque. La chiquilla creció preciosa, con un largo y rubio cabello como el oro.
Todos los días, la bruja iba a visitarla, y para entrar, decía bajo la ventana.
– ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera!
Y la niña tiraba sus trenzas por la ventana para que la bruja subiera trepando por ellas. El resto del tiempo, Rapunzel cantaba en la soledad de su entancia.
Quiso la suerte que un día, un príncipe que se hallaba cazando escuchara el canto de la niña, y se quedó agazapado en las inmediaciones de la torre, extrañado de que alguien pudiera vivir allí. Al poco, vió cómo la bruja se acercaba y, después de decir:
– ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! – trepaba hasta la ventana.
Cuando se fue la bruja, el príncipe se situó debajo de la ventana exclamando:
– ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera!
Y cuando llegaron al suelo las trenzas, trepó por ellas, encontrando al final de las mismas a la bella muchacha, de la que quedó enamorado.
Noche tras noche se veían los amantes en la alta torre, mientras iban guardando hilos de seda para tejer una escala y escapar de la torre. Pero en una de sus visitas, la bruja descubrió el ardid y se enfureció:
– Rapunzel, niña hechicera, no le verás. Ni la verás tú a ella – Dijo tirando al príncipe por la ventana.
Y por arte de magia, Rapunzel se encontró de pronto en medio de un páramo que llegaba hasta el horizonte. El desafortunado príncipe, al caer, lo hizo encima de unos espinos que le hirieron los ojos, y cegado, se dedicó a vagar sin rumbo, apenas capaz de procurarse alimento ni cobijo.
Pasó el tiempo, mucho tiempo, y el príncipe estaba a punto de rendirse de desesperación cuando oyó a lo lejos una canto que le era familiar: era la voz de Rapunzel, que estaba cerca. Cuando se abrazaron, el amor de las lágrimas que vertió ella devolvió la vista al príncipe, que la llevó a su palacio y la desposó.
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