La cerillera

La cerillera: cuento de Navidad

Bella Navidad, ¿Verdad?

Fechas en que todo el mundo compra regalos y manjares. ¿Todos? Menos la cerillera. Con este relato de Andersen tu corazón se estremecerá hasta hacerte llorar a lágrima viva. ¡Coge un pañuelo!
Era la noche de San Silvestre, la última noche del año. Todo el mundo en la ciudad se apresuraba para llegar pronto a sus casas y refugiarse del frío y la nieve. Iban muy abrigados, y algunos llevaban regalos de Navidad. Tras los cristales ardía la leña en las chimeneas y había agradables aromas de los manjares preparados para la cena de aquella noche. En medio del ir y venir, un pequeña chiquilla vendía fósforos para ganar algo con que comprar siquiera un pedazo de pan. - Compren fósforos, lo mejor para encender fuego. ¡Compre cerillas, señor! Pero la gente apenas escuchaba su débil voz y desde luego, por nada del mundo sacarían las manos de sus tibios bolsillos con el frío que hacía. Poco a poco, la noche se fue acercando y la calle se quedó desierta. - ¡Fósforos, fósforos! ¡Cerillas para la lumbre! – Pero la pobre cerillera pronto comprendió que no vendería nada más aquel día. Terminó pronto de contar las escasísimas ganancias. No podía volver así a su casa: sin llevar consigo algo de alimento para su familia. Pensó que quizá sus padres se enfadaran con ella por no haber sido capaz de vender más, eran tan pobres y tantas bocas que alimentar, que la más mínima cantidad marcaba una gran diferencia. ¡Si por lo menos no hiciera tanto frío! Tenía los deditos entumecidos, la nariz helada y le dolía mucho la garganta. Si se atreviera a encender una cerilla, sentiría un poco de calor... Al fin y al cabo, en su casa haría el mismo frío que en la calle, pues durante todo el invierno el agua de lluvia se había abierto camino entre las rendijas del tejado, formando goteras y el viento soplaba a través de lo cartones que formaban las paredes de su humilde casita. Se refugió en la esquina que formaban dos casas muy elegantes y con mucho cuidado para no destaparse, encendió un fósforo. Y la luz del fósforo al arder le mostró una acogedora estancia donde ardía el cálido fuego de la chimenea al lado de una mesa con humeante comida. Las llamas se reflejaban en las paredes creando figuras danzarinas y la pobre cerillera incluso podía sentir el calor de una manta sobre sus rodillas. Al apagarse, la niña volvió a la oscura y fría realidad. - Si pudiera ser todo el rato así...- Se lamentó la chiquilla – Encender otro fósforo no marcará ninguna diferencia, y sin embargo es tan agradable su luz... Y procedió a prender la llama que esta vez le mostró un salón bellamente adornado, con un árbol Al apagarse el segundo fósforo, la pequeña volvió a sentirse sola, en la noche acariciada por los copos de nieve que caían sin cesar, casi a oscuras, sentada en la calle y aterida de frío. - Encenderé otra cerilla – decidió la niña, pues las ilusiones que le brindaba la luz conseguían apartarla, siquiera por un momento, de la insensible realidad Y así lo hizo, sostuvo la madera encendida delante de sus ojos y esta vez se vio a sí misma sentada a la agradable mesa al lado de la chimenea, tomando una sopa caliente que reconfortó su enfermo cuerpo. Y también era ella la que se acercó al majestuoso árbol de navidad para abrir los regalos que en su corta vida nunca había recibido. Tan agradable y tan nueva era la sensación para la chiquilla, tan gratificante sentir el calor del hogar, que esta vez, cuando se consumió la cerilla, sólo quedó junto a la esquina de las elegantes casas el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos, pues su alma se negó a regresar a esa realidad que la había ignorado hasta el momento.

Era la noche de San Silvestre, la última noche del año. Todo el mundo en la ciudad se apresuraba para llegar pronto a sus casas y refugiarse del frío y la nieve. Iban muy abrigados, y algunos llevaban regalos de Navidad. Tras los cristales ardía la leña en las chimeneas y había agradables aromas de los manjares preparados para la cena de aquella noche.

En medio del ir y venir, un pequeña chiquilla vendía fósforos para ganar algo con que comprar siquiera un pedazo de pan.

– Compren fósforos, lo mejor para encender fuego. ¡Compre cerillas, señor!

Pero la gente apenas escuchaba su débil voz y desde luego, por nada del mundo sacarían las manos de sus tibios bolsillos con el frío que hacía.

Poco a poco, la noche se fue acercando y la calle se quedó desierta.

– ¡Fósforos, fósforos! ¡Cerillas para la lumbre! – Pero la pobre cerillera pronto comprendió que no vendería nada más aquel día. Terminó pronto de contar las escasísimas ganancias. No podía volver así a su casa: sin llevar consigo algo de alimento para su familia.

Pensó que quizá sus padres se enfadaran con ella por no haber sido capaz de vender más, eran tan pobres y tantas bocas que alimentar, que la más mínima cantidad marcaba una gran diferencia. ¡Si por lo menos no hiciera tanto frío! Tenía los deditos entumecidos, la nariz helada y le dolía mucho la garganta. Si se atreviera a encender una cerilla, sentiría un poco de calor…

Al fin y al cabo, en su casa haría el mismo frío que en la calle, pues durante todo el invierno el agua de lluvia se había abierto camino entre las rendijas del tejado, formando goteras y el viento soplaba a través de lo cartones que formaban las paredes de su humilde casita. Se refugió en la esquina que formaban dos casas muy elegantes y con mucho cuidado para no destaparse, encendió un fósforo.

Y la luz del fósforo al arder le mostró una acogedora estancia donde ardía el cálido fuego de la chimenea al lado de una mesa con humeante comida. Las llamas se reflejaban en las paredes creando figuras danzarinas y la pobre cerillera incluso podía sentir el calor de una manta sobre sus rodillas. Al apagarse, la niña volvió a la oscura y fría realidad.

– Si pudiera ser todo el rato así…- Se lamentó la chiquilla – Encender otro fósforo no marcará ninguna diferencia, y sin embargo es tan agradable su luz…

Y procedió a prender la llama que esta vez le mostró un salón bellamente adornado, con un árbol

Al apagarse el segundo fósforo, la pequeña volvió a sentirse sola, en la noche acariciada por los copos de nieve que caían sin cesar, casi a oscuras, sentada en la calle y aterida de frío.

– Encenderé otra cerilla – decidió la niña, pues las ilusiones que le brindaba la luz conseguían apartarla, siquiera por un momento, de la insensible realidad

Y así lo hizo, sostuvo la madera encendida delante de sus ojos y esta vez se vio a sí misma sentada a la agradable mesa al lado de la chimenea, tomando una sopa caliente que reconfortó su enfermo cuerpo. Y también era ella la que se acercó al majestuoso árbol de navidad para abrir los regalos que en su corta vida nunca había recibido.

Tan agradable y tan nueva era la sensación para la chiquilla, tan gratificante sentir el calor del hogar, que esta vez, cuando se consumió la cerilla, sólo quedó junto a la esquina de las elegantes casas el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos, pues su alma se negó a regresar a esa realidad que la había ignorado hasta el momento.