El Hombre de Nieve

Helado de amor

¿Qué ocurre cuando el amor une a un hombre de nieve con una ardiente estufa? No te pierdas el relato invernal de Hans Christian Andersen.
En un lugar lejano, después de un corto día de invierno, un hombre de nieve observaba el sol mientras atardecía. Sus ojos eran dos pedazos de teja, y su boca estaba formada por un rastrillo. Los niños lo habían fabricado por la mañana y estaba realmente encantado: - ¡Es maravilloso! Hace un frío estupendo, siento todo mi cuerpo crujir. - Y dirigiéndose a un mastín que había a su lado, continuó - ¡Mira! El gran ojo ardiente se oculta. - ¡Fuera, fuera! - dijo el perro - Como se nota que acabas de nacer, no es un ojo, es el sol, que te hará correr igual que hizo con tu antecesor. - Ahora que lo dices - prosiguió el hombre de nieve, - lo cierto es que me gustaría poder moverme. He visto por la ventana de aquella cabaña algo que me ha llamado la atención, y desearía acercarme para observarlo con más detalle. Lanza destellos rojizos. - ¡Fuera, Fuera! - ladró el mastín - Esa casa es de los amos, y estás refiriéndote a la estufa. Respecto a moverte..., correrás muy pronto, pues mi pata trasera siempre me avisa con un fuerte dolor cuando va a cambiar el tiempo. ¡Entonces verás cómo corres! El muñeco de nieve no entendía demasiado bien las palabras del can, pero no le importó, pues seguía absorto en la contemplación de la estufa, de la que creía estar enamorándose: - Háblame más de ella - pidió al mastín. - Es todo lo contrario a ti: negra, ardiente, sólida, perdurable...¡Fuera, Fuera! Come leña y vomita fuego. - ¿Fuego? - Inquirió el hombre de nieve. - ¡Fuera, fuera! Es lo que tiene en común con el sol, ¡Ignorante! - Y se echó a dormir. - Siento - pensó para sí el hombre de nieve antes de dormirse - que esto que el mastín llama fuego no es algo que yo debe desear. Creo que no debo confiar en el sol como amigo. Llegó la mañana siguiente, las brumas y los vientos del día anterior habían desaparecido. En las peladas ramas de los árboles, la escarcha se derretía con los primeros rayos del sol. El hielo iba desapareciendo de los campos y caminos, y pequeños arroyuelos iban descendiendo de las montañas, cada vez con más fuerza. El hombre de nieve se sintió un poco inquieto desde que se despertó hasta que en la casa encendieron la estufa, pues pensaba que no volvería a verla. A media mañana se acercaron a ellos una pareja de enamorados. El hombre de nieve sintió curiosidad: - ¿Quienes son los que vienen? ¿Los conoces? ¿Son tan importantes como nosotros? - ¡Fuera, fuera! - ladró el perro - Claro que los conozco, son de la familia de los amos y siempre me trataron bien. Nunca les muerdo. - Ya está al llegar la primavera, dentro de poco veremos despuntar las flores, y el campo se llenará de colores. Aún así, creo que es más bonito el invierno. - Dijo el enamorado. - Además, la primavera no tiene un personaje como éste - contestó ella señalando al hombre de nieve. Luego se alejaron en dirección a la cabaña. - ¿Porqué ya no vives en la casa con los amos? ¿No te gustaba el calor de la estufa? - Gozar del calor de la estufa es una de las mejores cosas que puede pasarte en la vida. La echo mucho de menos. Me echaron porque en cierta ocasión, mordí en la pierna a uno de los bebés que me quitó un hueso que yo estaba royendo. ¡Pata por pata! Es la ley canina. - Siento que ese incidente te hiciera abandonar a la estufa ¡Oh, la estufa! Si sólo pudiera acercarme a ella unos cuantos pasos - Se lamentaba el hombre de nieve. - ¡Créeme, no te gustaría en absoluto! - Replicó el perro - Es lógico que no sepas nada de nada, hace poco tiempo que estás aquí, ni siquiera conoces el verano. Tu antecesor no llegó ni a la primavera. Una ola de calor en febrero acabó con él. La estación acababa, el sol calentaba cada vez con más fuerza y el hombre de nieve sentía que cada minuto que pasaba bajo sus rayos se debilitaba más y más. Día a día sus fuerzas le abandonaban, y apenas podía articular palabra, pues el rastrillo que hacía de boca cayó al suelo. Aún así, seguía esforzándose por avanzar hacia la ventana donde se encontraba la estufa: - ¡Mira! - Decía a su compañero - Creo que ya casi lo he conseguido, creo que me he desplazado un poco. El mastín, por lástima no le abría los ojos a la verdad. Lo cierto es que el hombre de nieve no se desplazaba lo más mínimo del sitio donde fuera construído por los niños tiempo atrás. A medida que se fue derritiendo, sus comentarios eran cada vez más esporádicos. Cayeron los trozos de teja que hacías las veces de ojos y al final quedó al descubierto el atizador que le había servido de armazón. - ¡Fuera, fuera! Ahora lo entiendo todo, - exclamó el mastín - ésa era la causa de su inquietud y desasosiego, tener un atizador en el cuerpo provoca una enfermedad que enloquece por igual a los hombres y a las bestias. Yo también la padecí, pero aprendí a vivir con ella. Creo que los hombres la llaman amor, y creo que los hombres de nieve son muy afortunados, pues cuando llega la primavera, a ellos se les va con el agua. ¿Y quién se acuerda entonces del hombre de nieve?
En un lugar lejano, después de un corto día de invierno, un hombre de nieve observaba el sol mientras atardecía. Sus ojos eran dos pedazos de teja, y su boca estaba formada por un rastrillo. Los niños lo habían fabricado por la mañana y estaba realmente encantado: – ¡Es maravilloso! Hace un frío estupendo, siento todo mi cuerpo crujir. – Y dirigiéndose a un mastín que había a su lado, continuó – ¡Mira! El gran ojo ardiente se oculta. – ¡Fuera, fuera! – dijo el perro – Como se nota que acabas de nacer, no es un ojo, es el sol, que te hará correr igual que hizo con tu antecesor.

– Ahora que lo dices – prosiguió el hombre de nieve, – lo cierto es que me gustaría poder moverme. He visto por la ventana de aquella cabaña algo que me ha llamado la atención, y desearía acercarme para observarlo con más detalle. Lanza destellos rojizos. – ¡Fuera, Fuera! – ladró el mastín – Esa casa es de los amos, y estás refiriéndote a la estufa. Respecto a moverte…, correrás muy pronto, pues mi pata trasera siempre me avisa con un fuerte dolor cuando va a cambiar el tiempo. ¡Entonces verás cómo corres!

El muñeco de nieve no entendía demasiado bien las palabras del can, pero no le importó, pues seguía absorto en la contemplación de la estufa, de la que creía estar enamorándose: – Háblame más de ella – pidió al mastín. – Es todo lo contrario a ti: negra, ardiente, sólida, perdurable…¡Fuera, Fuera! Come leña y vomita fuego. – ¿Fuego? – Inquirió el hombre de nieve. – ¡Fuera, fuera! Es lo que tiene en común con el sol, ¡Ignorante! – Y se echó a dormir.

– Siento – pensó para sí el hombre de nieve antes de dormirse – que esto que el mastín llama fuego no es algo que yo debe desear. Creo que no debo confiar en el sol como amigo. Llegó la mañana siguiente, las brumas y los vientos del día anterior habían desaparecido. En las peladas ramas de los árboles, la escarcha se derretía con los primeros rayos del sol. El hielo iba desapareciendo de los campos y caminos, y pequeños arroyuelos iban descendiendo de las montañas, cada vez con más fuerza.

El hombre de nieve se sintió un poco inquieto desde que se despertó hasta que en la casa encendieron la estufa, pues pensaba que no volvería a verla. A media mañana se acercaron a ellos una pareja de enamorados. El hombre de nieve sintió curiosidad: – ¿Quienes son los que vienen? ¿Los conoces? ¿Son tan importantes como nosotros? – ¡Fuera, fuera! – ladró el perro – Claro que los conozco, son de la familia de los amos y siempre me trataron bien. Nunca les muerdo. – Ya está al llegar la primavera, dentro de poco veremos despuntar las flores, y el campo se llenará de colores. Aún así, creo que es más bonito el invierno. – Dijo el enamorado.

– Además, la primavera no tiene un personaje como éste – contestó ella señalando al hombre de nieve. Luego se alejaron en dirección a la cabaña. – ¿Porqué ya no vives en la casa con los amos? ¿No te gustaba el calor de la estufa? – Gozar del calor de la estufa es una de las mejores cosas que puede pasarte en la vida. La echo mucho de menos. Me echaron porque en cierta ocasión, mordí en la pierna a uno de los bebés que me quitó un hueso que yo estaba royendo. ¡Pata por pata! Es la ley canina.

– Siento que ese incidente te hiciera abandonar a la estufa ¡Oh, la estufa! Si sólo pudiera acercarme a ella unos cuantos pasos – Se lamentaba el hombre de nieve. – ¡Créeme, no te gustaría en absoluto! – Replicó el perro – Es lógico que no sepas nada de nada, hace poco tiempo que estás aquí, ni siquiera conoces el verano. Tu antecesor no llegó ni a la primavera. Una ola de calor en febrero acabó con él.

La estación acababa, el sol calentaba cada vez con más fuerza y el hombre de nieve sentía que cada minuto que pasaba bajo sus rayos se debilitaba más y más. Día a día sus fuerzas le abandonaban, y apenas podía articular palabra, pues el rastrillo que hacía de boca cayó al suelo. Aún así, seguía esforzándose por avanzar hacia la ventana donde se encontraba la estufa: – ¡Mira! – Decía a su compañero – Creo que ya casi lo he conseguido, creo que me he desplazado un poco.

El mastín, por lástima no le abría los ojos a la verdad. Lo cierto es que el hombre de nieve no se desplazaba lo más mínimo del sitio donde fuera construído por los niños tiempo atrás. A medida que se fue derritiendo, sus comentarios eran cada vez más esporádicos. Cayeron los trozos de teja que hacías las veces de ojos y al final quedó al descubierto el atizador que le había servido de armazón.

– ¡Fuera, fuera! Ahora lo entiendo todo, – exclamó el mastín – ésa era la causa de su inquietud y desasosiego, tener un atizador en el cuerpo provoca una enfermedad que enloquece por igual a los hombres y a las bestias. Yo también la padecí, pero aprendí a vivir con ella. Creo que los hombres la llaman amor, y creo que los hombres de nieve son muy afortunados, pues cuando llega la primavera, a ellos se les va con el agua. ¿Y quién se acuerda entonces del hombre de nieve?