Nada de nada

Nada de Nada

No se trata de un nuevo método de transporte acuático, ni de una invitación a la natación. La foto que presenta al ogro cruzando el río con el rey a la espalda explica muchos sucesos que acontecieron en un lejano país a alguien llamado: .
Hubo una vez un lejano lugar donde reinaban un rey y una reina no muy diferentes del resto de los soberanos del mundo. Su majestad, el rey tuvo que partir hacia una campaña y al poco tiempo la reina dio a luz un precioso varón. - ¿Qué nombre le pondréis, señora? – Preguntó la matrona. - No tendrá nombre hasta que le vea su padre.- anunció la reina – Mientras tanto, le llamaremos “Nada de nada”. Pero las guerras resultaron duras, pasaban los años y el rey seguía apartado de su familia, ignorando la existencia de su vástago. Al fin llegó el día en que el enemigo se rindió y el rey junto con su ejército victorioso volvían a casa. En el camino toparon con un río imposible de vadear, era tiempo de crecida y el caudal corría veloz, formando remolinos en las orillas. - Hay que buscar una solución, no podemos esperar a que las aguas bajen, dijeron los soldados. En ese momento, apareció de entre las aguas un gigante que con voz excesivamente amable ofreció: - Podéis cruzar el río a mis espaldas, no hace falta que esperéis más. - ¿Qué tendremos que darte a cambio? – preguntó el rey, que sabía que los ogros son ladinos y no se debe confiar en ellos. - Nada de nada,- contestó el gigante. Y se inclinó para que el rey tomara asiento en sus hombros antes de cruzar el río. Poco a poco fue cruzando a todos los soldados del rey, y cuando se fueron, el gigante gritó desde la orilla: - Recuerda, rey, ¡me debes nada de nada! – Después se echó a reir. Cuando el rey llegó a palacio, la alegría que suponía tener un hijo se vio empañada al conocer su nombre y comprender la risa lejana del ogro: - ¡Pero qué he hecho! Tu eres Nada de nada ¡Ahora tendré que entregarte al gigante! Y todos lloraron la desgracia que había recaído sobre ellos y se rasgaron las vestiduras cuando el ogro se llevó al joven príncipe. El ogro llevó a Nada de Nada a su guarida mágica bajo las aguas, donde también vivía, solitaria, su hermosa hija. El gigante no permitía que la niña abandonara la cueva bajo ninguna circunstancia, y siendo casi imposible encontrar a otro ogro por allí cerca, pensó que un compañero humano haría que su hija fuera más feliz, pues podrían compartir charlas y juegos. Ciertamente así ocurrió, y con el paso del tiempo la amistad entre los dos jóvenes de hizo más fuerte y llegó a convertirse en amor. También crecieron las ganas de la hija del ogro por conocer las maravillas que el príncipe le contaba sobre el mundo exterior. Poco a poco, los dos juntos, tramaron un plan para escapar del gigante. Aprovechando un descuido del ogro, Nada de nada y la hija del ogro lograron escapar y llegar al castillo del rey, donde fueron acogidos con la mayor de las alegrías. El soberano, al reconocer a su hijo exclamó: - ¡Hijo mío! Te llamarás Luis, Alfonso, Federico, Tomás, Carlos, Alberto... Y así siguió el rey diciendo nombres hasta que no se le ocurrió ninguno más, para asegurarse de que cuando volviera el gigante no se encontrara ante un muchacho sin nombre. Y una vez a salvo, comenzaron los preparativos de la boda entre el príncipe, que pasó de no tener nombre a tenerlos todos y la hija del ogro.

Hubo una vez un lejano lugar donde reinaban un rey y una reina no muy diferentes del resto de los soberanos del mundo. Su majestad, el rey tuvo que partir hacia una campaña y al poco tiempo la reina dio a luz un precioso varón.

– ¿Qué nombre le pondréis, señora? – Preguntó la matrona.

– No tendrá nombre hasta que le vea su padre.- anunció la reina – Mientras tanto, le llamaremos “Nada de nada”.

Pero las guerras resultaron duras, pasaban los años y el rey seguía apartado de su familia, ignorando la existencia de su vástago.

Al fin llegó el día en que el enemigo se rindió y el rey junto con su ejército victorioso volvían a casa. En el camino toparon con un río imposible de vadear, era tiempo de crecida y el caudal corría veloz, formando remolinos en las orillas.

– Hay que buscar una solución, no podemos esperar a que las aguas bajen, dijeron los soldados.

En ese momento, apareció de entre las aguas un gigante que con voz excesivamente amable ofreció:

– Podéis cruzar el río a mis espaldas, no hace falta que esperéis más.

– ¿Qué tendremos que darte a cambio? – preguntó el rey, que sabía que los ogros son ladinos y no se debe confiar en ellos.

– Nada de nada,- contestó el gigante. Y se inclinó para que el rey tomara asiento en sus hombros antes de cruzar el río.

Poco a poco fue cruzando a todos los soldados del rey, y cuando se fueron, el gigante gritó desde la orilla:

– Recuerda, rey, ¡me debes nada de nada! – Después se echó a reir.

Cuando el rey llegó a palacio, la alegría que suponía tener un hijo se vio empañada al conocer su nombre y comprender la risa lejana del ogro:

– ¡Pero qué he hecho! Tu eres Nada de nada ¡Ahora tendré que entregarte al gigante!

Y todos lloraron la desgracia que había recaído sobre ellos y se rasgaron las vestiduras cuando el ogro se llevó al joven príncipe.

El ogro llevó a Nada de Nada a su guarida mágica bajo las aguas, donde también vivía, solitaria, su hermosa hija. El gigante no permitía que la niña abandonara la cueva bajo ninguna circunstancia, y siendo casi imposible encontrar a otro ogro por allí cerca, pensó que un compañero humano haría que su hija fuera más feliz, pues podrían compartir charlas y juegos.

Ciertamente así ocurrió, y con el paso del tiempo la amistad entre los dos jóvenes de hizo más fuerte y llegó a convertirse en amor. También crecieron las ganas de la hija del ogro por conocer las maravillas que el príncipe le contaba sobre el mundo exterior.

Poco a poco, los dos juntos, tramaron un plan para escapar del gigante.

Aprovechando un descuido del ogro, Nada de nada y la hija del ogro lograron escapar y llegar al castillo del rey, donde fueron acogidos con la mayor de las alegrías. El soberano, al reconocer a su hijo exclamó:

– ¡Hijo mío! Te llamarás Luis, Alfonso, Federico, Tomás, Carlos, Alberto…

Y así siguió el rey diciendo nombres hasta que no se le ocurrió ninguno más, para asegurarse de que cuando volviera el gigante no se encontrara ante un muchacho sin nombre. Y una vez a salvo, comenzaron los preparativos de la boda entre el príncipe, que pasó de no tener nombre a tenerlos todos y la hija del ogro.