Las Hadas

¡Lávate los dientes!

No hacen falta encantamientos para echar sapos y culebras por la boca. (Si quieres comprobarlo, te retamos a pasar un mes sin usar el dentífrico). En el caso que relata Perrault en su cuento Las Hadas, el fenómeno se produce debido a la actuación de un hada.
Érase una vez una viuda que tenía dos hijas. La mayor se le parecía mucho en el carácter y en el físico ya que ambas eran tan desagradables y orgullosas que no había quién las aguantara. La menor, que se parecía a su padre por su dulzura y suavidad, era además de gran belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, la madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía desprecio por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar continuamente. Entre otras cosas, la pobre niña tenía que ir dos veces al día a una fuente a media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena de agua. Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre y anciana mujer rogándole que le diese de beber. -Cómo no, mi buena señora- dijo la hermosa niña. Y enjuagando cuidadosamente su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la pesada jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo: -Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de regalarte un don- ya que en realidad se trataba de un hada disfrazada de pobre aldeana para ver hasta dónde llegaba la gentileza de la joven. -Te concedo el don- prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies salga de tu boca una hermosa flor o una piedra preciosa. Cuando la joven llegó a casa, su madre la regañó por regresar tan tarde de la fuente. -Perdóname, madre mía -dijo la pobre muchacha-, por haberme retrasado. Y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas y dos grandes perlas. -¡Pero qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro- ¿Cómo es esto, hija mía? La niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin brotar de su boca una infinidad de diamantes, esmeraldas, rubíes y zafiros. -Mira, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla -dijo la madre a su otra hija-; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrécesela muy gentilmente. Ella tomó un jarro de plata que le tendió la madre y salió, pero refunfuñando muy malhumorada. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta joven. -¿De verdad crees que voy a servirte el agua? -dijo la grosera y mal criada niña-  Bebe directamente del caño, si queréis aplacar vuestra sed. -añadió con malos modales. -No sois nada amable, repuso el hada, sin irritarse; ¡está bien! ya que sois tan poc La madre, que esperaba impaciente, no hizo más que divisarla a lo lejos y le gritó: -¿Y bien, hija mía? -¡Y bien, madre mía!- respondió la malvada echando dos víboras y dos sapos. -¡Cielos!- exclamó la madre -¿pero qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará!- y corrió tras ella con intención de pegarla mientras gritaba furiosa: -¡Mira lo que has hecho! ¡Vete de esta casa y no vuelvas nunca! La pobre niña escapó y fue corriendo a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de cazar en los bosques, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba. -¡Ay!, señor, mi madre me ha echado de casa y no tengo a dónde ir. El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó su increíble aventura. La niña era tan dulce, tan bella y tan gentil que el Príncipe se enamoró de ella, y considerando que su mágico don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él a palacio, donde sin tardanza se casaron. En cuanto a la malvada hermana, se fue haciendo todavía más odiosa, tanto que su propia madre la echó también de la casa, y la infeliz se fue a vivir al fondo del bosque donde, al menos, contaba con la compañía de los sapos, los lagartos, las víboras y las culebras.

Érase una vez una viuda que tenía dos hijas. La mayor se le parecía mucho en el carácter y en el físico ya que ambas eran tan desagradables y orgullosas que no había quién las aguantara. La menor, que se parecía a su padre por su dulzura y suavidad, era además de gran belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, la madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía desprecio por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar continuamente.

Entre otras cosas, la pobre niña tenía que ir dos veces al día a una fuente a media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena de agua. Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre y anciana mujer rogándole que le diese de beber.

-Cómo no, mi buena señora- dijo la hermosa niña.

Y enjuagando cuidadosamente su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la pesada jarra para que bebiera más cómodamente.

La buena mujer, después de beber, le dijo:

-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de regalarte un don- ya que en realidad se trataba de un hada disfrazada de pobre aldeana para ver hasta dónde llegaba la gentileza de la joven.

-Te concedo el don- prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies salga de tu boca una hermosa flor o una piedra preciosa.

Cuando la joven llegó a casa, su madre la regañó por regresar tan tarde de la fuente.

-Perdóname, madre mía -dijo la pobre muchacha-, por haberme retrasado.

Y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas y dos grandes perlas.

-¡Pero qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro- ¿Cómo es esto, hija mía?

La niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin brotar de su boca una infinidad de diamantes, esmeraldas, rubíes y zafiros.

-Mira, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla -dijo la madre a su otra hija-; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrécesela muy gentilmente.

Ella tomó un jarro de plata que le tendió la madre y salió, pero refunfuñando muy malhumorada.

No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta joven.

-¿De verdad crees que voy a servirte el agua? -dijo la grosera y mal criada niña-  Bebe directamente del caño, si queréis aplacar vuestra sed. -añadió con malos modales.

-No sois nada amable, repuso el hada, sin irritarse; ¡está bien! ya que sois tan poc

La madre, que esperaba impaciente, no hizo más que divisarla a lo lejos y le gritó:

-¿Y bien, hija mía?

-¡Y bien, madre mía!- respondió la malvada echando dos víboras y dos sapos.

-¡Cielos!- exclamó la madre -¿pero qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará!- y corrió tras ella con intención de pegarla mientras gritaba furiosa:

-¡Mira lo que has hecho! ¡Vete de esta casa y no vuelvas nunca!

La pobre niña escapó y fue corriendo a refugiarse en el bosque cercano.

El hijo del rey, que regresaba de cazar en los bosques, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

-¡Ay!, señor, mi madre me ha echado de casa y no tengo a dónde ir.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó su increíble aventura.

La niña era tan dulce, tan bella y tan gentil que el Príncipe se enamoró de ella, y considerando que su mágico don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él a palacio, donde sin tardanza se casaron.

En cuanto a la malvada hermana, se fue haciendo todavía más odiosa, tanto que su propia madre la echó también de la casa, y la infeliz se fue a vivir al fondo del bosque donde, al menos, contaba con la compañía de los sapos, los lagartos, las víboras y las culebras.