Juan con Suerte

Un hombre afortunado

Si crees que tienes mucha suerte, es porque todavía no conoces a Juan, el personaje del cuento que nos contaron los Hermanos Grimm. ¿O sería otra cosa lo que le pasaba a este muchacho?
Érase una vez un muchacho llamado Juan, quien tras siete años de fiel servicio y duro trabajo como criado sintió al fin deseos de volver al hogar junto a su madre. -Me has servido fiel y honradamente- le dijo su amo al despedirse -, y tu premio estará a la altura del servicio - y le entregó a Juan un pedazo de oro tan grande como su cabeza. El muchacho sacó un pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, echándoselo al hombro, emprendió el camino a su casa. Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo, que avanzaba a trote ligero. - Sería fantástico poseer un caballo, porque entonces no tendría que ir cargado con él, como pasa con el oro: sería yo el que cabalgara sobre él cómodamente. El jinete, al oírlo, le propuso: - ¿Deseas que intercambiemos nuestras posesiones? - ¡Cómo no! -exclamó Juan- Mis pies ya no pueden cargar más con este lingote. Cabalgando a lomos de su caballo, Juan no cabía en sí de contento.-Soy muy afortunado, pensaba,-pues está claro que he salido ganando con el cambio al no tener que llevar esa pesada carga sobre mis hombros-. Pero la alegría le hizo espolear al animal, que se puso al galope tirándole de la silla. Un aldeano, que pasaba cerca llevando una vaca atada a una cuerda, se acercó para comprobar que no se hubiera hecho daño. - Tú si que tienes suerte -le dijo al labriego- puedes caminar tranquilamente junto a tu vaca, sin miedo a que te haga daño. Y además, te da leche, mantequilla y queso. ¡Lo que daría yo por tener un animal así! - ¿La cambiarías por tu caballo? -Inquirió Con la vaca caminando a su lado, Juan no paraba de maravillarse de su suerte: - Es un negocio fantástico, muy difícil será que no encuentre un pedazo de pan donde untar la mantequilla. Y no pasaré sed, pues sólo tengo que ordeñarla para obtener rica leche. -Y antes de acabar la frase, ya estaba preparándose para hacerlo. Pero también el ordeño tiene su arte, y la vaca, cansada de la torpeza del muchacho, le dio una coz que lo lanzó hasta el otro lado del camino. Un carnicero, que transportaba un cerdo joven, no pudo evitar una carcajada al ver la escena:- ¿Cómo esperas obtener leche de una vaca tan vieja? Te servirá, como mucho, para tirar de una carreta o ir al matadero. -le dijo a Juan. - Tienes razón. La carne de vaca es bien insípida, nada que ver con los chorizos y jamones de un buen cerdo. - Mira, por hacerte un favor, estoy dispuesto a cambiar mi cerdo por tu vaca. Juan aceptó inmediatamente, y continuó su camino más contento que unas pascuas. Se le iba haciendo la boca agua, pensando en los suculentos manjares derivados del cerdo que había conseguido. Al cabo, se encontró con un zagal que portaba una oca. Entablaron conversación y Juan le contó sus aventuras desde que partiera con la enorme pieza de oro, pago de sus siete años de servicio. El muchacho, al ver la simpleza de los razonamientos de Juan, no pudo resistir la tentación de aprovechar la ocasión con malas artes: - No me gustaría estar en tu pellejo, corres un grave peligro, pues este cerdo se parece mucho al que robaron al alcalde, y si te ven, quizá te acusen de haber sido tu el ladrón. -Mintió el mozo- Pero, como me has caído bien, estoy dispuesto a hacerme cargo de tu cerdo y darte mi oca a cambio. - Soy el más mimado por la fortuna -decía Juan para sus adentros- no sólo tomaré un buen asado de oca, sino que podré dormir plácidamente sobre la almohada que rellene con sus plumas. ¿Se puede ser más feliz? Y en esto que topó con un afilador, que canta - En efecto, -contestó el hombre- un afilador sólo tiene que meter la mano en el bolsillo para obtener dinero, es una buena profesión. ¿Y tu? ¿Dónde vas con esa oca? - La cambié por un cerdo -Contestó Juan. - Y el cerdo ¿de dónde salió? - Lo cambié por El afilador, dándose cuenta de las pocas luces de Juan, le ofreció: - En ese caso, si deseas levantarte cada mañana escuchando el tintineo del dinero, te recomendaría que cambiases tu oca por esta piedra de afilar. - ¡Claro! ¡Es justo lo que buscaba! -Y de nuevo se puso en camino, habiendo dejado la oca con el afilador y cargando la piedra a hombros.- Qué afortunado soy, no cabe duda de que he salido ganando con el cambio. Pero cuando ya divisaba a lo lejos la casa de su madre, cansado hasta la extenuación, paró en un pozo a beber agua, y al inclinarse, la enorme piedra cayó dentro. - ¡Esto sí que es una suerte! -exclamó Juan. Y acto seguido se arrodilló para dar gracias a Dios por haberle librado del peso de aquella piedra que le hacía ir encorvado. - ¡Madre, madre! -gritaba mientras corría hacia la casa- Alégrate, pues no se puede tener un hijo con mayor fortuna que la mía. ¡Por algo me llaman Juan con Suerte!

Érase una vez un muchacho llamado Juan, quien tras siete años de fiel servicio y duro trabajo como criado sintió al fin deseos de volver al hogar junto a su madre.

-Me has servido fiel y honradamente- le dijo su amo al despedirse -, y tu premio estará a la altura del servicio – y le entregó a Juan un pedazo de oro tan grande como su cabeza. El muchacho sacó un pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, echándoselo al hombro, emprendió el camino a su casa.

Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo, que avanzaba a trote ligero.

– Sería fantástico poseer un caballo, porque entonces no tendría que ir cargado con él, como pasa con el oro: sería yo el que cabalgara sobre él cómodamente.

El jinete, al oírlo, le propuso:

– ¿Deseas que intercambiemos nuestras posesiones?

– ¡Cómo no! -exclamó Juan- Mis pies ya no pueden cargar más con este lingote.

Cabalgando a lomos de su caballo, Juan no cabía en sí de contento.-Soy muy afortunado, pensaba,-pues está claro que he salido ganando con el cambio al no tener que llevar esa pesada carga sobre mis hombros-. Pero la alegría le hizo espolear al animal, que se puso al galope tirándole de la silla.

Un aldeano, que pasaba cerca llevando una vaca atada a una cuerda, se acercó para comprobar que no se hubiera hecho daño.

– Tú si que tienes suerte -le dijo al labriego- puedes caminar tranquilamente junto a tu vaca, sin miedo a que te haga daño. Y además, te da leche, mantequilla y queso. ¡Lo que daría yo por tener un animal así!

– ¿La cambiarías por tu caballo? -Inquirió

Con la vaca caminando a su lado, Juan no paraba de maravillarse de su suerte:

– Es un negocio fantástico, muy difícil será que no encuentre un pedazo de pan donde untar la mantequilla. Y no pasaré sed, pues sólo tengo que ordeñarla para obtener rica leche. -Y antes de acabar la frase, ya estaba preparándose para hacerlo. Pero también el ordeño tiene su arte, y la vaca, cansada de la torpeza del muchacho, le dio una coz que lo lanzó hasta el otro lado del camino.

Un carnicero, que transportaba un cerdo joven, no pudo evitar una carcajada al ver la escena:- ¿Cómo esperas obtener leche de una vaca tan vieja? Te servirá, como mucho, para tirar de una carreta o ir al matadero. -le dijo a Juan.

– Tienes razón. La carne de vaca es bien insípida, nada que ver con los chorizos y jamones de un buen cerdo.

– Mira, por hacerte un favor, estoy dispuesto a cambiar mi cerdo por tu vaca.

Juan aceptó inmediatamente, y continuó su camino más contento que unas pascuas. Se le iba haciendo la boca agua, pensando en los suculentos manjares derivados del cerdo que había conseguido.

Al cabo, se encontró con un zagal que portaba una oca. Entablaron conversación y Juan le contó sus aventuras desde que partiera con la enorme pieza de oro, pago de sus siete años de servicio.

El muchacho, al ver la simpleza de los razonamientos de Juan, no pudo resistir la tentación de aprovechar la ocasión con malas artes:

– No me gustaría estar en tu pellejo, corres un grave peligro, pues este cerdo se parece mucho al que robaron al alcalde, y si te ven, quizá te acusen de haber sido tu el ladrón. -Mintió el mozo- Pero, como me has caído bien, estoy dispuesto a hacerme cargo de tu cerdo y darte mi oca a cambio.

– Soy el más mimado por la fortuna -decía Juan para sus adentros- no sólo tomaré un buen asado de oca, sino que podré dormir plácidamente sobre la almohada que rellene con sus plumas. ¿Se puede ser más feliz?

Y en esto que topó con un afilador, que canta

– En efecto, -contestó el hombre- un afilador sólo tiene que meter la mano en el bolsillo para obtener dinero, es una buena profesión. ¿Y tu? ¿Dónde vas con esa oca?

– La cambié por un cerdo -Contestó Juan.

– Y el cerdo ¿de dónde salió?

– Lo cambié por

El afilador, dándose cuenta de las pocas luces de Juan, le ofreció:

– En ese caso, si deseas levantarte cada mañana escuchando el tintineo del dinero, te recomendaría que cambiases tu oca por esta piedra de afilar.

– ¡Claro! ¡Es justo lo que buscaba! -Y de nuevo se puso en camino, habiendo dejado la oca con el afilador y cargando la piedra a hombros.- Qué afortunado soy, no cabe duda de que he salido ganando con el cambio.

Pero cuando ya divisaba a lo lejos la casa de su madre, cansado hasta la extenuación, paró en un pozo a beber agua, y al inclinarse, la enorme piedra cayó dentro.

– ¡Esto sí que es una suerte! -exclamó Juan. Y acto seguido se arrodilló para dar gracias a Dios por haberle librado del peso de aquella piedra que le hacía ir encorvado.

– ¡Madre, madre! -gritaba mientras corría hacia la casa- Alégrate, pues no se puede tener un hijo con mayor fortuna que la mía. ¡Por algo me llaman Juan con Suerte!