La bola de oro

Cuentos de Los Hermanos Grimm: La bola de cristal

Peligro: Bola de Oro

A pesar del éxito de la campaña "no aceptes caramelos de personas desconocidas", se hace necesario enviar el mensaje "No aceptes bolas de oro de príncipes desconocidos", puede ser un regalo muy peligroso, como puedes comprobar en este relato.
Érase una vez dos hermanas que vivían en un lejano país. Cierto día al volver de la feria, donde habían comprado tela para hacerse vestidos para el invierno les sucedió algo increíble: encontraron en la puerta de su casa a un encantador príncipe. Su riqueza era patente, pues llevaba adornos de oro en el sombrero, las mangas e incluso sus zapatos estaban adornados con piezas de oro. Además, en cada una de las manos, el príncipe sostenía una bola del dorado metal. - Estas bolas de oro son para vosotras, pero sólo si aceptáis la condición de que en caso de perderlas, perderéis también la vida. Las hermanas, encantadas por el brillo que desprendían las joyas y por la hermosura del príncipe, aceptaron al instante sin pensar en las consecuencias. Pasó algún tiempo y llegó un día en que la menor de las hermanas fue a la casa abandonada del bosque a jugar. Tiraba la bola de oro hacia arriba y la recogía al caer. Pero quiso la mala fortuna que una de las veces la bola resbalara de sus dedos. Cayó al suelo y, rodando, atravesó la cancela de entrada, atravesó el jardín y siguió rodando hasta el interior de la casa. La muchacha buscó y buscó por toda la casa sin hallar ni rastro de la joya. Al atardecer, cuando ya no había luz para seguir buscando, llamó a su amado pidiéndole ayuda. El novio se encaminó hacia la casa, pues sabía que la vida de la chica corría peligro si no recuperaba la bola. Pero al llamar a la puerta, le recibió una bruja: - Sólo podrás recuperar lo que buscas si pasas la noche aquí – le dijo antes de desaparecer. Como el muchacho no era miedoso y apreciaba mucho a su amada, decidió quedarse. Entrada la noche, se disponía a dormir cuando un ruido llamó su atención desde el jardín: al asomarse a la ventana vio a un montón de duendes y trasgos saltando y divirtiéndose. - Mientras estén entretenidos, no me harán daño, - pensó. Y un segundo ruido le hizo esconderse, pues esta vez provenía de la escalera que había a su espalda. Desde su escondite detrás de la puerta, pudo ver al ogro asomarse a la ventana para saludar a los duendes. En ese momento, esgrimió su espada y lo cortó por la mitad, cayendo el tronco del gigante al jardín: - ¡El gigante no está entero! – gritaron los duendes desde fuera– ¡Falta parte del gigante!. - Ahí tenéis el resto – Y después de tirar las piernas del ogro por la ventana, se acostó. Pero los duendes enseguida se cansaron de hablar con las dos mitades del ogro, sobre todo porque en su estado, ¡no podía responderles! Así que se metieron todos a jugar debajo de la cama donde dormía el novio de la muchacha. Eran tantos duendes y hacían tanto ruido que acabaron por despertarle. El chico, al inclinarse para ver qué ocurría, vio que los duendes tenían la bola de oro. Recordando los apuros en que se encontraba su amada, blandió su espada y comenzó a cortar duendes en dos según asomaban por los lados de la colcha. Dada la enorme cantidad de ellos que había, tardó toda la noche en acabar con ellos y recuperar al fin la bola. Pero su misión no había terminado, aún debía llevarla al lugar donde sería ejecutada su amada y librarla del castigo. En la Plaza del Mercado, ya habían hecho todos los preparativos para ajusticiar a la muchacha. El verdugo estaba preparado para ejecutar la sentencia, pero la chiquilla exclamó de pronto: - Deteneos, mi amado viene a salvarme, pues ¡trae consigo la bola de oro! La multitud, alegre, dejó paso al amante novio, que ante ella pronunció: - Una noche de peligro, toda una vida contigo. Ni los ogros, ni los duendes harán que de mí te alejes. Y devolviendo la bola de oro al enigmático príncipe, partió con su amada hacia la dulce casita donde compartieron una vida dorada no por el oro sino por la felicidad que les brindó el ferviente amor.

Érase una vez dos hermanas que vivían en un lejano país. Cierto día al volver de la feria, donde habían comprado tela para hacerse vestidos para el invierno les sucedió algo increíble: encontraron en la puerta de su casa a un encantador príncipe. Su riqueza era patente, pues llevaba adornos de oro en el sombrero, las mangas e incluso sus zapatos estaban adornados con piezas de oro.

Además, en cada una de las manos, el príncipe sostenía una bola del dorado metal.

– Estas bolas de oro son para vosotras, pero sólo si aceptáis la condición de que en caso de perderlas, perderéis también la vida.

Las hermanas, encantadas por el brillo que desprendían las joyas y por la hermosura del príncipe, aceptaron al instante sin pensar en las consecuencias.

Pasó algún tiempo y llegó un día en que la menor de las hermanas fue a la casa abandonada del bosque a jugar. Tiraba la bola de oro hacia arriba y la recogía al caer.

Pero quiso la mala fortuna que una de las veces la bola resbalara de sus dedos.

Cayó al suelo y, rodando, atravesó la cancela de entrada, atravesó el jardín y siguió rodando hasta el interior de la casa.

La muchacha buscó y buscó por toda la casa sin hallar ni rastro de la joya. Al atardecer, cuando ya no había luz para seguir buscando, llamó a su amado pidiéndole ayuda. El novio se encaminó hacia la casa, pues sabía que la vida de la chica corría peligro si no recuperaba la bola. Pero al llamar a la puerta, le recibió una bruja:

– Sólo podrás recuperar lo que buscas si pasas la noche aquí – le dijo antes de desaparecer.

Como el muchacho no era miedoso y apreciaba mucho a su amada, decidió quedarse. Entrada la noche, se disponía a dormir cuando un ruido llamó su atención desde el jardín: al asomarse a la ventana vio a un montón de duendes y trasgos saltando y divirtiéndose.

– Mientras estén entretenidos, no me harán daño, – pensó. Y un segundo ruido le hizo esconderse, pues esta vez provenía de la escalera que había a su espalda.

Desde su escondite detrás de la puerta, pudo ver al ogro asomarse a la ventana para saludar a los duendes. En ese momento, esgrimió su espada y lo cortó por la mitad, cayendo el tronco del gigante al jardín:

– ¡El gigante no está entero! – gritaron los duendes desde fuera– ¡Falta parte del gigante!.

– Ahí tenéis el resto – Y después de tirar las piernas del ogro por la ventana, se acostó.

Pero los duendes enseguida se cansaron de hablar con las dos mitades del ogro, sobre todo porque en su estado, ¡no podía responderles!

Así que se metieron todos a jugar debajo de la cama donde dormía el novio de la muchacha.

Eran tantos duendes y hacían tanto ruido que acabaron por despertarle. El chico, al inclinarse para ver qué ocurría, vio que los duendes tenían la bola de oro.

Recordando los apuros en que se encontraba su amada, blandió su espada y comenzó a cortar duendes en dos según asomaban por los lados de la colcha.

Dada la enorme cantidad de ellos que había, tardó toda la noche en acabar con ellos y recuperar al fin la bola.

Pero su misión no había terminado, aún debía llevarla al lugar donde sería ejecutada su amada y librarla del castigo.

En la Plaza del Mercado, ya habían hecho todos los preparativos para ajusticiar a la muchacha. El verdugo estaba preparado para ejecutar la sentencia, pero la chiquilla exclamó de pronto:

– Deteneos, mi amado viene a salvarme, pues ¡trae consigo la bola de oro!

La multitud, alegre, dejó paso al amante novio, que ante ella pronunció:

– Una noche de peligro, toda una vida contigo. Ni los ogros, ni los duendes harán que de mí te alejes.

Y devolviendo la bola de oro al enigmático príncipe, partió con su amada hacia la dulce casita donde compartieron una vida dorada no por el oro sino por la felicidad que les brindó el ferviente amor.