El espíritu embotellado
Atrapado en una botella
Una antigua tradición entre las brujas y magos consistía en encerrar en los lugares más insospechados a los genios que no se llevaran bien con ellos, para evitar que hagan daño a los demás. Relatamos el último caso conocido de esta práctica en desuso.
Cuentan que hubo hace mucho tiempo un leñador cuyo único hijo ya había alcanzado la mayoría de edad. Cierto día se dirigió a él con estas palabras: - Hijo mío, mi tiempo se va acabando y he decidido emplear mis ahorros en darte una buena educación, de tal forma que puedas aprender un oficio bueno y honrado que servirá para mantenernos cuando yo ya no pueda trabajar.
Marchó, pues el joven a la universidad y pasó allí tres años, tras los cuales, el dinero del anciano se terminó y el muchacho tuvo que abandonar los estudios y volver a la casa paterna. - No sé qué vamos a hacer - se lamentaba el padre - Pues lo que gano cortando leña apenas alcanza para mi sustento.
- No te aflijas, padre, te acompañaré al bosque y recogeré leña contigo. - Hijo mío, es un trabajo muy duro al que tu no estás acostumbrado, además, sólo tenemos un hacha y no disponemos de dinero para comprar otra. - Pídesela prestada al vecino y compraremos una cuando hayamos ahorrado lo suficiente. - propuso el estudiante.
Así lo hicieron, y a la mañana siguiente partieron pronto y trabajaron con tesón hasta la hora del almuerzo. Cuando el padre se sentó a comer, el joven anunció que comería mientras buscaba nidos en los árboles. - Guarda tus fuerzas para luego - advirtió el padre - pues aún nos quedan largas horas de trabajo. - No te preocupes y descansa, que yo tengo aún mucha energía. - dijo mientras se alejaba.
Paseando se encontró con un enorme roble cuyo tronco era tan ancho que cinco personas cogidas de las manos apenas podrían abarcar su perímetro. Estaba de pie frente al árbol cunado creyó escuchar una voz en la lejanía que gritaba: - ¡Ayuda! ¡Sácame de aquí! ¡Quiero salir! Después de mucho buscar encontró una pequeña botellita con algo parecido a una rana en su interior.
Era realmente extraño, pero la petición de ayuda provenía del frasquito, así pues lo abrió. Inmediatamente, el pequeño ser que había en su interior comenzó a crecer y crecer hasta convertirse en un enorme gigante, alto y corpulento que gritó: - ¡Prepárate, porque voy a comerte! Llevo encerrado mucho tiempo y ésa será la recompensa por haberme liberado.
- Espera, espera, antes tendremos que comprobar que realmente eras tu el que estaba encerrado en la botella y que eres un auténtico espíritu. Después podrás comerme. - dijo el joven. Y acto seguido, el gigante se encogió hasta su tamaño anterior para demostrárselo, momento que aprovechó el estudiante para encerrarlo de nuevo. - ¡Sácame! ¡Esta vez te recompensaré! ¡Sácame y te haré rico! ¡No te engaño! ¡Sácame de aquí!
Al comprobar que su treta había dado resultado, el joven libertó al gigante por segunda vez y éste, para cumplir su promesa le entregó un pequeño paño: - Frotando una de sus esquinas contra una herida, la curará. Y si frotas el otro extraño contra un objeto de metal, lo convertirá en plata - Indicó el gigante. Contento con el regalo, el estudiante volvió al lado de su padre.
- ¿Dónde has estado? Has tardado mucho y tenemos que darnos prisa en terminar antes de que oscurezca. - Le increpó su progenitor. - No te preocupes, padre, verás cómo recupero el tiempo. - Y, azorado, limpió el filo del hacha con el trapo que le había dado el gigante, olvidado sus propiedades. Al golpear el tronco con el hacha convertida en plata, ésta se rompió.
- ¡Buena la has hecho! Ahora tendremos que trabajar doble para pagar el hacha prestada. - Dijo el padre. - Puede que tus conocimientos en otras áreas sean importantes, pero, como leñador, ¡tengo que decirte que no tienes ni idea! Pero el muchacho aplacó su ira contándole su episodio con el gigante, y ambos se encaminaron hacia la ciudad para vender la hoja de plata del hacha.
Tan cuantiosa fue la suma de dinero que les entregó el orfebre, que no sólo pudieron comprar una herramienta nueva al vecino que les había prestado la anterior, sino que también pudieron pagar el resto de los cursos pendientes del estudiante. Este, una vez terminados sus estudios, y con la ayuda del mágico trapo que sanaba las heridas, se convirtió en un avezado médico muy apreciado por sus pacientes.