El Príncipe Feliz

El Príncipe Feliz: Los mejores cuentos cortos para niños

Científicos de la Universidad de Benyahacklef confirman que tener la sangre azul no garantiza la ausencia de depresiones. El dulce cuento de Oscar Wilde, "El Príncipe Feliz", así lo demuestra.

La estatua del Príncipe Feliz, sobre una alta columna, dominaba toda la ciudad. Estaba recubierta por láminas de oro, sus ojos eran dos zafiros de azul profundo y en la espada brillaba un enorme rubí. Los habitantes de aquella ciudad estaban orgullosos de vivir en un lugar tan bellamente adornado y todos, niños y grandes, lo tomaban como modelo y ejemplo a seguir. - Es realmente bonito, como un ángel – decían - Parece tan feliz, nunca llora. Se acercaba el frío invierno, y las golondrinas comenzaban sus vuelos migratorios hacia Egipto. Una de ellas, que había postergado su partida, eligió la estatua del Príncipe Feliz como refugio. Acurrucada ya para dormir, sintió una gota en el pico. Después otra, y más tarde, otra más. Al alzar la vista, vio que los ojos de la estatua estaban llenos de lágrimas, y éstas eran las que caían sobre ella. - ¿No te llaman el Príncipe Feliz? ¿Cómo es que lloras? - Lloro porque en vida era humano y vivía en la Mansión de la Despreocupación, alejado de la fealdad y la miseria. Lloro porque ahora, desde aquí arriba, puedo comprobar el sufrimiento que se extiende fuera de los muros de aquel lugar. Y lloro porque tengo los pies pegados a este pedestal, no puedo moverme. Pero…si tu quisieras ser mi mensajera… - Golondrina, en una de las callejuelas, - prosiguió el Príncipe – hay una mujer bordando el vestido que lucirá una bella dama en el baile de Palacio. Su hijo llora, enfermo, en el lecho, y ella sólo puede darle agua, porque es muy pobre. Golondrina, por favor, llévale el rubí de mi espada. - Ya debería estar junto a mis compañeras sobrevolando el Nilo, pero lo haré. – Dijo la golondrina. Y al dejar el rubí junto a la costurera, sintió el calor de la satisfacción. - Golondrina, si te quedaras una noche más conmigo, - dijo el Príncipe a la noche siguiente, - podrías llevar uno de los zafiros de mis ojos a aquel escritor que habita esa buhardilla: está hambriento y no tiene leña para calentarse, está tan débil que quizá no pueda entregar a tiempo la obra al director de teatro. - Debería estar en Egipto, junto a las pirámides, viendo a los leones bajar a beber al Nilo, pero haré como tú deseas. Y se sintió realmente feliz al hacerlo. Una noche más el Príncipe pidió a la golondrina que se quedara para entregar el otro zafiro de sus ojos: - En la plaza hay una niña descalza y sin abrigo. Vende fósforos. Se le han caído en el barro y ahora no los puede vender. Su padre se enfadará si no lleva el dinero a casa. - Príncipe, entonces, ¡te quedarás ciego! – Exclamó la golondrina, pero él asintió y ella entregó la joya a la niña, cuyos ojos se iluminaron de felicidad. Al volver junto al Príncipe, la golondrina le anunció: - Ahora que estás ciego, voy a quedarme a tu lado para siempre.- Pues lo cierto es que, aunque debería estar junto a sus hermanas, contemplando la Esfinge de Egipto, se había enamorado de la estatua del Príncipe. - Entonces golondrina, si te quedas a mi lado, arranca las finas láminas de oro que recubren mi cuerpo, y repártelas entre los que tengan hambre o frío, dáselas a ellos. - ¡Ya podremos comer! – Gritaban los pobres a los que encontraba la golondrina. - ¡Podremos comprar leña! – Reían otros. Pero llegaron la nieve y el hielo, las láminas de oro se agotaban y a medida que aumentaba el frío, la golondrina estaba más y más débil, ya casi no podía volar. Reuniendo todas sus fuerzas, se alzó hasta besar los labios del Príncipe, y cayó muerta a sus pies. Al día siguiente, el alcalde y los regidores de la ciudad se sorprendieron al ver la estatua: - Hay una golondrina muerta junto a él - Observó uno de ellos. - Le faltan los zafiros de los ojos – Hizo notar otro. - Ya no está el rubí que adornaba su espada – Añadió un tercero. - Y no hay oro recubriéndole, - dijo el alcalde - realmente no tiene sentido que siga siendo una estatua. ¡Fundidlo y haced una mía! Y tirad ese pájaro muerto a la basura. En la fundición, el encargado estaba sorprendido: - Qué raro: por más que aumento la temperatura, el corazón de la estatua no se funde. – Y lo tiró a la basura, junto al cuerpo inerte de la golondrina. En el cielo, cuando Dios encargó a un ángel que le trajera de la tierra las dos cosas más bellas que encontrara, éste regresó con el corazón del Príncipe Feliz y el cuerpo de la golondrina.

La estatua del Príncipe Feliz, sobre una alta columna, dominaba toda la ciudad. Estaba recubierta por láminas de oro, sus ojos eran dos zafiros de azul profundo y en la espada brillaba un enorme rubí. Los habitantes de aquella ciudad estaban orgullosos de vivir en un lugar tan bellamente adornado y todos, niños y grandes, lo tomaban como modelo y ejemplo a seguir.

– Es realmente bonito, como un ángel – decían – Parece tan feliz, nunca llora.

Se acercaba el frío invierno, y las golondrinas comenzaban sus vuelos migratorios hacia Egipto. Una de ellas, que había postergado su partida, eligió la estatua del Príncipe Feliz como refugio. Acurrucada ya para dormir, sintió una gota en el pico. Después otra, y más tarde, otra más.

Al alzar la vista, vio que los ojos de la estatua estaban llenos de lágrimas, y éstas eran las que caían sobre ella.

– ¿No te llaman el Príncipe Feliz? ¿Cómo es que lloras?

– Lloro porque en vida era humano y vivía en la Mansión de la Despreocupación, alejado de la fealdad y la miseria. Lloro porque ahora, desde aquí arriba, puedo comprobar el sufrimiento que se extiende fuera de los muros de aquel lugar. Y lloro porque tengo los pies pegados a este pedestal, no puedo moverme. Pero…si tu quisieras ser mi mensajera…

– Golondrina, en una de las callejuelas, – prosiguió el Príncipe – hay una mujer bordando el vestido que lucirá una bella dama en el baile de Palacio. Su hijo llora, enfermo, en el lecho, y ella sólo puede darle agua, porque es muy pobre.

Golondrina, por favor, llévale el rubí de mi espada.

– Ya debería estar junto a mis compañeras sobrevolando el Nilo, pero lo haré. – Dijo la golondrina. Y al dejar el rubí junto a la costurera, sintió el calor de la satisfacción.

– Golondrina, si te quedaras una noche más conmigo, – dijo el Príncipe a la noche siguiente, – podrías llevar uno de los zafiros de mis ojos a aquel escritor que habita esa buhardilla: está hambriento y no tiene leña para calentarse, está tan débil que quizá no pueda entregar a tiempo la obra al director de teatro.

– Debería estar en Egipto, junto a las pirámides, viendo a los leones bajar a beber al Nilo, pero haré como tú deseas. Y se sintió realmente feliz al hacerlo.

Una noche más el Príncipe pidió a la golondrina que se quedara para entregar el otro zafiro de sus ojos:

– En la plaza hay una niña descalza y sin abrigo. Vende fósforos. Se le han caído en el barro y ahora no los puede vender. Su padre se enfadará si no lleva el dinero a casa.

– Príncipe, entonces, ¡te quedarás ciego! – Exclamó la golondrina, pero él asintió y ella entregó la joya a la niña, cuyos ojos se iluminaron de felicidad.

Al volver junto al Príncipe, la golondrina le anunció:

– Ahora que estás ciego, voy a quedarme a tu lado para siempre.- Pues lo cierto es que, aunque debería estar junto a sus hermanas, contemplando la Esfinge de Egipto, se había enamorado de la estatua del Príncipe.

– Entonces golondrina, si te quedas a mi lado, arranca las finas láminas de oro que recubren mi cuerpo, y repártelas entre los que tengan hambre o frío, dáselas a ellos.

– ¡Ya podremos comer! – Gritaban los pobres a los que encontraba la golondrina.

– ¡Podremos comprar leña! – Reían otros.

Pero llegaron la nieve y el hielo, las láminas de oro se agotaban y a medida que aumentaba el frío, la golondrina estaba más y más débil, ya casi no podía volar. Reuniendo todas sus fuerzas, se alzó hasta besar los labios del Príncipe, y cayó muerta a sus pies.

Al día siguiente, el alcalde y los regidores de la ciudad se sorprendieron al ver la estatua:

– Hay una golondrina muerta junto a él – Observó uno de ellos.

– Le faltan los zafiros de los ojos – Hizo notar otro.

– Ya no está el rubí que adornaba su espada – Añadió un tercero.

– Y no hay oro recubriéndole, – dijo el alcalde – realmente no tiene sentido que siga siendo una estatua. ¡Fundidlo y haced una mía! Y tirad ese pájaro muerto a la basura.

En la fundición, el encargado estaba sorprendido:

– Qué raro: por más que aumento la temperatura, el corazón de la estatua no se funde. – Y lo tiró a la basura, junto al cuerpo inerte de la golondrina.

En el cielo, cuando Dios encargó a un ángel que le trajera de la tierra las dos cosas más bellas que encontrara, éste regresó con el corazón del Príncipe Feliz y el cuerpo de la golondrina.